Ser impulsivo es actuar sin reflexionar y sin pensar en las consecuencias de los actos. Además de generar culpas y arrepentimientos, conlleva afectaciones muy grandes en nuestras relaciones. Una reacción desmedida puede ser súper destructiva, puede tener efectos irremediables. Confundimos a veces la espontaneidad e incluso la autenticidad, con hablar o actuar sin filtro ni consideración alguna hacia los demás. La impulsividad puede llegar a ser arrasadora. En lugar de reflexionar, la persona impulsiva pasa inmediatamente a la acción. El impulsivo es de cabeza caliente, imprudente y de “mecha corta”. Es impaciente, tiene baja tolerancia a la frustración y tiene muy poco autocontrol. Antepone sus intereses y su ego. Cuando se siente ofendido solo piensa en desfogar su ira y no mide sus palabras ni sus actos. Reflexionar ayuda a evitar muchos conflictos, a calmarnos. La prudencia nos ayuda a decidir bien a través del dominio de nuestras emociones.
Nada está bajo nuestro control, excepto nuestras reacciones. En la vida se nos presentan todo tipo de situaciones. Unas justas y otras injustas. Podemos hacer una pataleta por las que consideramos injustas, pero siempre en el marco del respeto. Más allá de la impotencia e ira que nos generen, siempre tenemos el control. Nosotros decidimos si callar, hablar, tomar distancia o simplemente dejar así. No es tarea fácil, pero vale la pena intentarlo. A veces una situación difícil puede llegar en un momento donde tenemos el vaso lleno e inevitablemente explotamos. Hace un par de años, acompañando a mi hermana al aeropuerto, me enfrenté a una situación que me hizo estallar. Me confrontó porque agoté la vía calmada y respetuosa, y no lograba solucionarla. Me descolocó la forma grosera y desafiante en la que un funcionario de una empresa de alquiler de autos, exigía un pago que no correspondía. Me sentí molesta, frustrada e impotente. Al ver que él se hacía el de la vista gorda, que no me prestaba atención cuando le pedía copia del contrato, que me hacía esperar y esperar, le tiré un vaso lleno de gaseosa por la cara. Me desconocí. Fue una patada de ahogado, que no solucionó nada y sí exacerbó los ánimos. No es algo de lo que me sienta orgullosa, pero aprendí con esa experiencia que no vale la pena ponerse al nivel del que ofende.
No frustrarse por los errores. La clave es aprender de ellos, no lamentarnos. Que cada experiencia sea un aprendizaje que nos lleve a ser mejores. Que los errores no sean en vano. Repetir siempre el mismo comportamiento que nos lleva a conflictos es una necedad. Ya es hora de evolucionar. Sentimos culpa cuando somos desenfrenados y no le ponemos candado a nuestra lengua. Ofender no vale la pena. Vale la pena tomar la lección y no repetir más la misma reacción agresiva e inmadura. Mostramos madurez y grandeza, incluso humildad, cuando no le damos tanta trascendencia a los conflictos. Cuando ya pasan a ser desgastantes y no conducen a ningún lado, más vale dejarlos de ese tamaño. Todos cometemos errores. La clave es no reincidir en ellos. Nos puede causar enojo con nosotros mismos el cómo reaccionamos, pero si aprendemos a dominarnos, ya tenemos una gran parte del terreno ganado.
“Actuar sin reflexionar no es bueno, actuar con muchas prisas es una equivocación”. (Proverbios 19:2)
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