Quedarnos con la fijación de algo que ya pasó, nos ancla. Vivir pensando si hubiera hecho esto o lo otro, recreando la escena que ya pasó de mil maneras, nos ayuda a aprender. Sin embargo, hay una línea muy fina entre analizar exhaustivamente algo que nos ocurrió y pasar a convertirlo en una obsesión, en casi un tormento. Se convierte en algo que compromete nuestra salud física, mental, emocional y espiritual. Nos inquieta, nos perturba a niveles que comienzan a salirse de control y que afectan nuestra paz. ¿Vale la pena llegar a ese punto? Claro que no, porque compromete nuestro bienestar y equilibrio. Basta con tomar la lección que nos dejó esa experiencia y seguir adelante. No podemos cambiar lo que ya pasó, pero sí tomar el aprendizaje para no repetirlo en el futuro. Hay que sacudirnos, secarnos las lágrimas y continuar. Todavía queda mucho por caminar.
“Pasar la página” no es olvidar lo que pasó, sino decidir vivir a pesar de que haya pasado. Requiere tiempo hacer el duelo y gran valentía el decidir salir adelante después de una experiencia difícil. No significa hacer como si no hubiera pasado nada, sino tener el amor propio y la determinación suficiente para decidir continuar. Para unos puede significar un proceso de perdón, para unos de duelo y para otros aceptación. Cada uno gestiona sus momentos y experiencias difíciles de distinta manera, y a cada uno le lleva tiempos diferentes sentirse preparado para seguir adelante. No es simplemente apretar un botón. Ojalá fuera así. Como seres humanos, en nuestra complejidad emocional, a veces nos cuesta gestionar los momentos difíciles. Un abandono, por ejemplo, nos puede hacer sentir que no somos merecedores o suficientemente buenos para compartir con alguien; pero no vemos la otra cara de la moneda, que es la complejidad emocional del otro, sus intereses. Puede ser que el otro, sea una persona cobarde que no se siente preparada para una relación, para asumir una responsabilidad y simplemente decide desaparecer.
Sanar las heridas emocionales. Arrastrar heridas no es bueno, porque en cualquier momento de la vida pueden llegar el limón y la sal a reabrirlas. Las heridas generan en nosotros predisposición, nos llevan a vivir prevenidos. Nos convierten en personas desconfiadas y exponen nuestras flaquezas emocionales. Para quienes creemos en Dios, encontramos en Él esa restauración que necesitamos. Pídele al ser superior en el que creas, que te ayude a perdonar y a perdonarte, a convertirlo en un hábito constante. Que te permita a no seguir recorriendo tu camino herido, que te de el valor para sanar y continuar la vida. Quien nos ha herido puede que sea consciente o no de ello, que se acuerde o no, o que ni siquiera se haya enterado que nos hirió. Pero si nosotros permitimos que esa ofensa siga teniendo poder, que nos continúe afectando, vamos a ser eternos heridos en combate. Si fue una herida provocada intencionalmente o no, si proviene de la ignorancia o de las carencias de esa persona, aunque suene difícil, veamos a esa persona con compasión. Para que algo termine definitivamente y lograr cerrarlo, hay que decidir perdonar. El perdón nos libera.
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