Vivir opinando de la vida ajena. Nos encanta hablar y señalar cómo debería ser la vida de los demás. Es un acto de inercia, un intento tal vez por sentirnos mejores o simplemente un patrón cultural que repetimos sin pensar. Si supiéramos el daño que le hacemos a las personas, opinando desde nuestra desinformación e ignorancia sobre sus vidas, optaríamos mejor por dejar la boca cerrada. ¿Qué ganamos con señalar?, ¿tenemos acaso nosotros la vida resuelta? Siempre lo que vemos en la vida de los demás es un reflejo de lo que no tenemos resuelto en nuestra propia vida. Esa incomodidad que nos genera que el otro viva su vida de la forma que le parece, es un reflejo de lo limitados y condicionados que hemos estado, y el rechazo que nos genera que otro si lo haga y se atreva. Tomemos eso que nos confronta y trabajemos en mejorar, no en criticar. En resumidas cuentas, la opinadera impone una barrera para el aprendizaje y no nos deja ver más allá: Vivamos y dejemos vivir.
Condicionamiento generacional. Nuestros padres y abuelos nos han enseñado el “deber ser” de las cosas. Hemos aprendido por el ejemplo y la instrucción. Sin embargo, nosotros somos quienes decidimos de qué manera vivir. Qué pensamientos y comportamientos honran nuestra libertad, y qué conductas solo están para cumplir las expectativas de los demás. No es pretender que la educación en casa sea consentir el comportamiento de ovejas descarriadas, pero sí el acompañar dando herramientas para comprender mejor las cosas. Muchos crecimos en la cultura de un no, sin explicación ni margen de negociación. Y hoy en día las cosas han cambiado, la educación no es imposición, sino explicar desde el ejemplo y el respeto qué son y para qué sirven las cosas, su razón de ser. No es tomar como buena o mala tal o cual cosa porque nos dijeron que era así, sino entender el por qué y lograr tener un criterio personal formado. Nuestra misión es convertirnos en una versión mejorada de nuestra generación: Más libre y más despierta.
A veces nos perdemos a nosotros mismos tratando de agradar a los demás. Y qué preferimos: ¿Honrar nuestra esencia o complacer las expectativas ajenas? La verdad que ser uno mismo es un acto de valentía diario. En medio de esa batalla interna que todos libramos por agradar, encajar o como cada uno lo quiera llamar, nos vamos perdiendo. Creemos que ganamos en aprobación del resto, pero es una ilusión pasajera. Los demás también están en constante transformación y lo que hoy nos aplauden, tal vez mañana no. Por eso nos debemos primero a nosotros, porque siendo fieles y coherentes con nosotros mismos, logramos esa verdadera autenticidad que no está buscando la aprobación de nadie más. Viene la paz y la aprobación personal, que no requiere la celebración de los demás. No necesitamos un “comité de aplausos” para sentirnos felices y conformes con quienes somos. Nos sentimos plenos al no traicionar nuestra esencia y al decidir conscientemente expandirla día a día.
Vivir y dejar vivir. Qué cosa más linda que vivir nuestra propia vida y dejar que en libertad los demás vivan la suya. Que cada uno haga las elecciones que mejor le parecen. Se nos descarrila la atención en la vida de otros, y dejamos de vivir a plenitud la nuestra. Podemos tener una opinión o parecer sobre la vida de los demás, pero de ahí a manifestarla debemos pensarla. No me refiero a ser permisivos con las personas a nuestro cargo en la crianza, por ejemplo los hijos, sino a ser respetuosos del resto de estilos de vida de la gente a nuestro alrededor. Es una elección personal y cada quien está en la libertad de hacerla, es nuestro deber respetarla. Si cuenta o no con las herramientas para tomar buenas decisiones, es un tema que atañe a cada uno. Dejemos de estar amagando todo el tiempo a sacar nuestra faceta de jueces, ¿quiénes somos nosotros para hacerlo? Ya tenemos suficiente con el desafío de llevar adelante nuestra propia vida y de hacerlo lo mejor posible.
“El mundo cambia con tu ejemplo y no con tu opinión”. Paulo Coelho
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